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jueves, 28 de diciembre de 2017

El expreso del Caribe Un cuento del Taller Asombro - 2017

Estaba en el andén, no recordaba el trayecto recorrido ni cómo llegué, sólo estaba ahí. Sentía una vaga certeza de que un susurro proveniente de algún parlante desde algún lugar (una radio – un altavoz), me había anunciado que se acercaba una tempestad. Aquí  significaba un huracán.
Como los susurros rara vez son escuchados, mi atención estaba en otro lugar, en mí mismo, ahí se encontraba. Abatido por reflexiones pero esperanzado, miré a mi alrededor y prácticamente estaba solo. La estación que siempre era un sonajero ahora sólo esbozaba su esqueleto. Todo parecía poco y solitario.
Giré en redondo 360º como esos giros que ejecutan los militares al son de una orden. Crucé miradas con otros, todos ensimismados en sus mundos, me volví y me detuve ahí. Una imagen atrapada en mi retina: Ella, fuera de lo común, fuera de lugar en esta trama, una pincelada fuera de lugar.
Tal vez fue una feliz coincidencia que el día del huracán yo decidiera huir de la Isla o tal vez fue al revés, quizás la tormenta llegó primero y que tengamos que evacuar fue la excusa perfecta para movilizarme. (Ahora recuerdo a la portera de mi edificio gritándome). Decidí llevar poco equipaje, lo primero que agarré fue la cámara de fotos, miré la ropa y un poco de comida enlatada pero sólo tomé un retrato de mi hija y una botella de agua. Svetlana, la tormenta, se acercaba peligrosamente pero a pesar de los avisos en la radio y de un clima taciturno, yo me sentía optimista. Injustificado optimismo, por cierto, pero desde mi punto de vista, la Isla era uno de los mejores lugares del mundo donde estaban garantizadas las condiciones de educación y alimentación y con un mínimo de esfuerzo, cualquiera podía conseguir un terreno y hacer su casa, su familia. Allá, afuera, en cambio, era territorio salvaje.
Por la radio, dijeron que debíamos dirigirnos a la estación de tren y de ahí nos ubicarían en otros refugios. Cuando llegué, la risa de la mujer me pareció demasiado estridente para la hora y para la situación en general. En un momento, incluso dudé de subir. Tal vez en lugar de huir de la catástrofe inminente, yo necesitaba ir a su encuentro, hundirme hasta el fondo. En medio de esos pensamientos, me parecía que el paisaje era hermoso, un poco caótico pero hermoso. Había una suerte de alegre desorden similar a la forma en que los niños de la casa se preparan para una fiesta; decidí tomar una fotografía y, como si fuera un reflejo, la mujer rio al ritmo del flash. Sus primeras palaras que adiviné eran en inglés, me confirmaron mis casi certezas, de que era extranjera. Mirarnos a través de la cámara resultaba extraño pero estaba seguro que había secretos que el zoom no podía penetrar. Por lo demás, ella (ahora sí era un pronombre) tenía el asombro estúpido de los turistas. Todo le resultaba llamativo: las prostitutas, los hoteles simples de la playa, las bananas fritas. Quizás el detalle más chocante era su bolso impecable de yisca con estampados de símbolos comunistas, sin embargo, no pude evitar fotografiarla y de no ser por la chicharra que indicaba que era tiempo de abordar, probablemente le hubiera hablado.
Se escuchaba de nuevo el ajetreo, el silbato, los gritos que acompañan a la llegada de cualquier formación que arribaba a horario. Mi viaje y el de muchos más iba a dar inicio, pero el tifón de la partida era acompañado por una subida lenta, perezosa de todos y yo ahí solo con ella, veloz, histérica, alborotada, rubia casi transparente, chispeante, loca por subir y comenzar el viaje. La miraba desesperado esperando que suba, cuál vagón, cuál asiento. Me estaba transformando en un fisgón espiándola. Estaba sobre ella.
Cuando subí el vagón estaba vacío. Supongo que no es fácil abandonar todo. Aunque para mi había sido al revés…
Un tren en medio de tanto calor y para recorrer distancias relativamente cortas, podría parecer un sinsentido pero resultó útil en una situación como esta en que las carreteras estaban atestadas y en la que además, todos estábamos sujetos a un destino colectivo.
De algún modo, para mí eso era una salvación. El vagón comenzó a avanzar lentamente pero yo estaba deseando regresar al pasado. Por un momento, deseé que la mujer de risa estridente, la extranjera, estuviera tomada de mi mano para distraerme, para decirme:
-           Ernesto: ¿Te acordaste de sacar la basura?
-           No, ahora salgo corriendo a la esquina.
El océano engendra a otra de sus hijas díscolas, las nutre de los cambios de temperatura en sus aguas y en la atmósfera para que los humanos las bauticen con nombres femeninos porque asumen que los huracanes encarnan la dualidad creadora y destructiva la cual asocian con lo femenino. Decidieron bautizarlo como “Svetlana”…  
Ella (o él) giraba sobre su vórtice ejecutando su danza mortal a unos 250 km/hora para arrojarse sobre las casas, la estación del tren, sus rieles y vagones.
El ferrocarril avanzaba, en curso de colisión con  “Svetlana” sin posibilidad de desviarse.
En mi vagón no había alboroto desde el inicio y hasta este momento del recorrido, sólo silencio. Podría ser por la ausencia de pasajeros; comparado a días comunes de esos ajetreados y estresantes, hoy era  un día fuera de lo normal.
Sentado no en mi lugar asignado por el boleto, sino que ante un vagón atiborrado de asientos y no de usuarios, me senté en el que yo quería.
Me encontraba solo como lo estaba en mi interior. Observaba a través de la ventanilla que era amplia pero estrecha ante mi nostalgia, y como veía pasar el paisaje, también veía correr mi vida.  No tenía orden. Se suscitaban imágenes de mi infancia, pubertad, adolescencia, juventud y otras y en ese pasar pasaban mis convicciones, ideales, mi hija, mis luchas, aciertos, errores y mi felicidad… Salía de esa película y el vagón seguía igual: Asientos y nada de cabezas. Como un ciclo se repetía mi vida, un ideal, esa idea y esas cosas tan aprendidas, tan arraigadas, tan vividas, tan enseñadas.  En el vagón todo iba y venía. Un ciclo perpetuo.
El ciclo se rompió de golpe y sin aviso; el hecho fue la ruptura de la puerta que comunicaba un vagón con otro. Se abrió y ahí estaba ella, esa chispa en el andén, esa locura en la subida, ese torbellino de sensaciones que volvían a mí. Se diluía mi soledad…
Empezó a caminar por el pasillo buscando una butaca donde sentarse. Sobraban tantas pero de entre todas las sobras se sentó a mi frente. Esquivé sus ojos como un niño tímido escondiendo su travesura, su asombro. Esquivé su mirada pero mi sonrisa no podía ser disimulada. Era una inyección de color de vida, de alegría donde todo se tornaba locamente agitado. Su presencia era un huracán de juventud. 
Yo la observaba y era lo contrario a mí pero me atraía su curiosidad que bailaba a mi alrededor. ¿Qué tipo de vida, qué ideales, que cosas la movían? Polos opuestos, vidas distintas, eso éramos. Y comenzábamos a chocar, literalmente,  en este viaje, en este vagón.
El huracán, la mujer desconocida y yo conformábamos un triángulo amoroso tan impredecible como el mismísimo Triángulo de las Bermudas. En estos casos, uno debe tener la mente fría para no perderse en las trampas interdimensionales que implica cualquier ménage a tròis.
Con sus ojos celeste-siena fijos en el espejito que sacó de la yisca y haciendo gestos que despejaban hacia atrás sus largos cabellos rubios casi desteñidos, se cambió al asiento a mi lado. Otra vez me pregunté cómo hacen las mujeres para ejecutar tantos movimientos diversos a la vez. Ahora sí la situación propiciaba el inicio de una charla casual:
- Which country you come from? – dije suponiendo la respuesta.
- No soy yanqui, soy de Alemania y en mi país no hay huracanes. Tengo miedo, la lluvia es muy fuerte… ¿Sientes el viento? ¿Tú de dónde eres? – contestó la turista para mi sorpresa, en un perfecto español.
- Dejemos las presentaciones para otro momento… Vení, dame la mano, resguardémonos entre los sillones…
El viento soplaba fuertemente y hacía temblar las paredes y techo del tren. Las miríadas de gotas se estrellaban contra el cristal de la ventanilla como millones de diminutos kamikazes. Pronto, el agua de la lluvia se convirtió en granizo. El vidrio se agrietó bajo la fuerza de los impactos de metralla del hielo.
Esperé a que el ojo del huracán fuera más tranquilo, pero no lo habíamos alcanzado aún. Me pregunté si la tercera en discordia, Svetlana, giraría de derecha a izquierda bajo cierto influjo marxista o al revés, desnudando su ideología comunista. ¿Acaso las fuerzas de la Naturaleza serían tan cambiantes y caprichosas como las posturas políticas humanas? Y lo más inquietante de todo: ¿Sobreviviríamos Pureza (era el nombre que le había puesto a la rubia desteñida) y yo para resolver tal incógnita? 
Los rastros del vendaval se observaban en los jardines arrasados, donde las flores habían sido arrancadas por Svetlana. Me consolé pensando que, incluso sin flores, la primavera no se detendría. Las estaciones ferroviarias se sucedían a una velocidad mucho más intensa que la de las estaciones del año. Cada uno de los durmientes de la vía se desperezaba por el peso de nuestro convoy ferroviario. Todavía se podía percibir en el aire fugitivo de la isla, la imagen de Hemingway  dormitando ebrio sobre su hamaca mientras una mulata agitaba sus caderas al son de la rumba. En sus dedos morenos, le llevaría al sofocado escritor un vaso lleno de un Cuba (no tan libre). 
De pronto el tren de detuvo. Pude ver a lo lejos el horizonte fusionado con el mar besando al cielo y más acá un buque a punto de zarpar que hacía repiquetear su ensordecedora bocina. Asumí que nos estaba esperando.
-    - Vamos, en Europa, en el Mundo libre, está la respuesta a todo. Yo subo a ese barco-hospital de mi país – dijo Pureza extendiéndome su mano.
La observé tratando de ver detrás de esos ojos la verdad de mi vida. Imposible encontrarla en medio de ese vendaval insoportable y aunque un rayo estremecedor erizó mi piel al rozar la suya, lo decidí:
-       - ¡No, el huracán pasó de largo! – grité – Me quedo.
El tren destartalado estacionó en un hangar. El Africa Mercy partió y yo caminé despaciosamente en búsqueda de calor humano: Una radio, una TV , una taza de café cubano y una carga para mi celular…
Ella creía en algo que era descartable para mí. Borré su foto antes de divisar la figura casi imperceptible del barco alemán.

TALLER ASOMBRO
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Autores por orden alfabético:

Ani Carmona
Rafael Caro
Ramiro Deus
Benjamín Liendro

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