Estaba en el andén, no
recordaba el trayecto recorrido ni cómo llegué, sólo estaba ahí. Sentía una
vaga certeza de que un susurro proveniente de algún parlante desde algún lugar
(una radio – un altavoz), me había anunciado que se acercaba una tempestad.
Aquí significaba un huracán.
Como los susurros rara vez son escuchados, mi atención
estaba en otro lugar, en mí mismo, ahí se encontraba. Abatido por reflexiones
pero esperanzado, miré a mi alrededor y prácticamente estaba solo. La estación
que siempre era un sonajero ahora sólo esbozaba su esqueleto. Todo parecía poco
y solitario.
Giré en redondo 360º como esos giros que ejecutan los
militares al son de una orden. Crucé miradas con otros, todos ensimismados en
sus mundos, me volví y me detuve ahí. Una imagen atrapada en mi retina: Ella,
fuera de lo común, fuera de lugar en esta trama, una pincelada fuera de lugar.
Tal vez fue una feliz
coincidencia que el día del huracán yo decidiera huir de la Isla o tal vez fue
al revés, quizás la tormenta llegó primero y que tengamos que evacuar fue la
excusa perfecta para movilizarme. (Ahora recuerdo a la portera de mi edificio
gritándome). Decidí llevar poco equipaje, lo primero que agarré fue la cámara
de fotos, miré la ropa y un poco de comida enlatada pero sólo tomé un retrato
de mi hija y una botella de agua. Svetlana, la tormenta, se acercaba
peligrosamente pero a pesar de los avisos en la radio y de un clima taciturno,
yo me sentía optimista. Injustificado optimismo, por cierto, pero desde mi
punto de vista, la Isla era uno de los mejores lugares del mundo donde estaban
garantizadas las condiciones de educación y alimentación y con un mínimo de
esfuerzo, cualquiera podía conseguir un terreno y hacer su casa, su familia.
Allá, afuera, en cambio, era territorio salvaje.
Por la radio, dijeron
que debíamos dirigirnos a la estación de tren y de ahí nos ubicarían en otros
refugios. Cuando llegué, la risa de la mujer me pareció demasiado estridente
para la hora y para la situación en general. En un momento, incluso dudé de
subir. Tal vez en lugar de huir de la catástrofe inminente, yo necesitaba ir a
su encuentro, hundirme hasta el fondo. En medio de esos pensamientos, me
parecía que el paisaje era hermoso, un poco caótico pero hermoso. Había una
suerte de alegre desorden similar a la forma en que los niños de la casa se
preparan para una fiesta; decidí tomar una fotografía y, como si fuera un
reflejo, la mujer rio al ritmo del flash. Sus primeras palaras que adiviné eran
en inglés, me confirmaron mis casi certezas, de que era extranjera. Mirarnos a
través de la cámara resultaba extraño pero estaba seguro que había secretos que
el zoom no podía penetrar. Por lo demás, ella (ahora sí era un pronombre) tenía
el asombro estúpido de los turistas. Todo le resultaba llamativo: las
prostitutas, los hoteles simples de la playa, las bananas fritas. Quizás el
detalle más chocante era su bolso impecable de yisca con estampados de símbolos comunistas, sin embargo, no pude
evitar fotografiarla y de no ser por la chicharra que indicaba que era tiempo
de abordar, probablemente le hubiera hablado.
Se escuchaba de nuevo
el ajetreo, el silbato, los gritos que acompañan a la llegada de cualquier
formación que arribaba a horario. Mi viaje y el de muchos más iba a dar inicio,
pero el tifón de la partida era acompañado por una subida lenta, perezosa de
todos y yo ahí solo con ella, veloz, histérica, alborotada, rubia casi
transparente, chispeante, loca por subir y comenzar el viaje. La miraba desesperado
esperando que suba, cuál vagón, cuál asiento. Me estaba transformando en un
fisgón espiándola. Estaba sobre ella.
Cuando subí el vagón
estaba vacío. Supongo que no es fácil abandonar todo. Aunque para mi había sido
al revés…
Un tren en medio de
tanto calor y para recorrer distancias relativamente cortas, podría parecer un
sinsentido pero resultó útil en una situación como esta en que las carreteras
estaban atestadas y en la que además, todos estábamos sujetos a un destino
colectivo.
De algún modo, para
mí eso era una salvación. El vagón comenzó a avanzar lentamente pero yo estaba
deseando regresar al pasado. Por un momento, deseé que la mujer de risa
estridente, la extranjera, estuviera tomada de mi mano para distraerme, para
decirme:
- Ernesto: ¿Te acordaste de sacar la
basura?
- No, ahora salgo corriendo a la
esquina.
El océano engendra a otra
de sus hijas díscolas, las nutre de los cambios de temperatura en sus aguas y
en la atmósfera para que los humanos las bauticen con nombres femeninos porque
asumen que los huracanes encarnan la dualidad creadora y destructiva la cual
asocian con lo femenino. Decidieron bautizarlo como “Svetlana”…
Ella (o él) giraba sobre su vórtice ejecutando su danza
mortal a unos 250 km/hora para arrojarse sobre las casas, la estación del tren,
sus rieles y vagones.
El ferrocarril avanzaba, en curso de colisión con “Svetlana” sin posibilidad de desviarse.
En mi vagón no había alboroto desde el inicio y hasta
este momento del recorrido, sólo silencio. Podría ser por la ausencia de
pasajeros; comparado a días comunes de esos ajetreados y estresantes, hoy era un día fuera de lo
normal.
Sentado no en mi lugar asignado por el boleto, sino que
ante un vagón atiborrado de asientos y no de usuarios, me senté en el que yo
quería.
Me encontraba solo como lo estaba en mi interior.
Observaba a través de la ventanilla que era amplia pero estrecha ante mi
nostalgia, y como veía pasar el paisaje, también veía correr mi vida. No tenía orden. Se suscitaban imágenes de mi
infancia, pubertad, adolescencia, juventud y otras y en ese pasar pasaban mis
convicciones, ideales, mi hija, mis luchas, aciertos, errores y mi felicidad… Salía de esa película y el vagón seguía igual: Asientos y
nada de cabezas. Como un ciclo se repetía mi vida, un ideal, esa idea y esas
cosas tan aprendidas, tan arraigadas, tan vividas, tan enseñadas. En el vagón todo iba y venía. Un ciclo
perpetuo.
El ciclo se rompió de golpe y sin aviso; el hecho fue la
ruptura de la puerta que comunicaba un vagón con otro. Se abrió y ahí estaba
ella, esa chispa en el andén, esa locura en la subida, ese torbellino de
sensaciones que volvían a mí. Se diluía mi soledad…
Empezó a caminar por el pasillo buscando una butaca donde
sentarse. Sobraban tantas pero de entre todas las sobras se sentó a mi frente.
Esquivé sus ojos como un niño tímido escondiendo su travesura, su asombro.
Esquivé su mirada pero mi sonrisa no podía ser disimulada. Era una inyección de
color de vida, de alegría donde todo se tornaba locamente agitado. Su presencia
era un huracán de juventud.
Yo la observaba y era lo contrario a mí pero me atraía su curiosidad que bailaba a mi alrededor. ¿Qué tipo de vida, qué ideales, que cosas la movían? Polos opuestos, vidas distintas, eso éramos. Y comenzábamos a chocar, literalmente, en este viaje, en este vagón.
Yo la observaba y era lo contrario a mí pero me atraía su curiosidad que bailaba a mi alrededor. ¿Qué tipo de vida, qué ideales, que cosas la movían? Polos opuestos, vidas distintas, eso éramos. Y comenzábamos a chocar, literalmente, en este viaje, en este vagón.
El huracán, la mujer desconocida y yo conformábamos un
triángulo amoroso tan impredecible como el mismísimo Triángulo de las Bermudas.
En estos casos, uno debe tener la mente fría para no perderse en las trampas
interdimensionales que implica cualquier ménage a tròis.
Con sus ojos celeste-siena fijos en el espejito que sacó
de la yisca y haciendo gestos que
despejaban hacia atrás sus largos cabellos rubios casi desteñidos, se cambió al
asiento a mi lado. Otra vez me pregunté cómo hacen las mujeres para ejecutar
tantos movimientos diversos a la vez. Ahora sí la situación propiciaba el
inicio de una charla casual:
- Which
country you come from? – dije suponiendo la respuesta.
- No soy yanqui, soy de Alemania y en mi
país no hay huracanes. Tengo miedo, la lluvia es muy fuerte… ¿Sientes el viento?
¿Tú de dónde eres? – contestó la turista para mi sorpresa, en un perfecto
español.
- Dejemos las presentaciones para otro
momento… Vení, dame la mano, resguardémonos entre los sillones…
El viento soplaba fuertemente y hacía
temblar las paredes y techo del tren. Las miríadas de gotas se estrellaban
contra el cristal de la ventanilla como millones de diminutos kamikazes.
Pronto, el agua de la lluvia se convirtió en granizo. El vidrio se agrietó bajo
la fuerza de los impactos de metralla del hielo.
Esperé a que el ojo
del huracán fuera más tranquilo, pero no lo habíamos alcanzado aún. Me pregunté si la tercera en discordia, Svetlana, giraría
de derecha a izquierda bajo cierto influjo marxista o al revés, desnudando su
ideología comunista. ¿Acaso las fuerzas de la Naturaleza serían tan cambiantes
y caprichosas como las posturas políticas humanas? Y lo más inquietante de todo:
¿Sobreviviríamos Pureza (era el nombre que le había puesto a la rubia desteñida) y yo para
resolver tal incógnita?
Los rastros del vendaval se observaban en los jardines
arrasados, donde las flores habían sido arrancadas por Svetlana. Me consolé
pensando que, incluso sin flores, la primavera no se detendría. Las estaciones ferroviarias se sucedían a una velocidad
mucho más intensa que la de las estaciones del año. Cada uno de los durmientes
de la vía se desperezaba por el peso de nuestro convoy ferroviario. Todavía se podía percibir en el aire fugitivo de la isla,
la imagen de Hemingway dormitando ebrio
sobre su hamaca mientras una mulata agitaba sus caderas al son de la rumba. En
sus dedos morenos, le llevaría al sofocado escritor un vaso lleno de un Cuba
(no tan libre).
De pronto el tren de detuvo. Pude ver a lo lejos el
horizonte fusionado con el mar besando al cielo y más acá un buque a punto de
zarpar que hacía repiquetear su ensordecedora bocina. Asumí que nos estaba
esperando.
- - Vamos,
en Europa, en el Mundo libre, está la respuesta a todo. Yo subo a ese barco-hospital
de mi país – dijo Pureza extendiéndome su mano.
La observé tratando de ver detrás de esos ojos la verdad de
mi vida. Imposible encontrarla en medio de ese vendaval insoportable y aunque
un rayo estremecedor erizó mi piel al rozar la suya, lo decidí:
- - ¡No,
el huracán pasó de largo! – grité – Me quedo.
El tren destartalado estacionó en un hangar. El Africa
Mercy partió y yo caminé despaciosamente en búsqueda de calor humano: Una
radio, una TV , una taza de café cubano y una carga para mi celular…
Ella creía en algo que era descartable para mí. Borré su foto
antes de divisar la figura casi imperceptible del barco alemán.
TALLER ASOMBRO
Salta
Autores por orden alfabético:
Ani Carmona
Rafael Caro
Ramiro Deus
Benjamín Liendro