Era un día lluvioso en la ciudad de Buenos Aires y los jóvenes estaban saliendo de la Facultad. Venían de estudiar y se encontraban en el café del parque a tomar algo. Ana y José se sentaron en mesas contiguas. Se miraron casi sin darse cuenta. Ana bajó la cabeza y comenzó a reírse. Se atragantó con un caramelo que estaba comiendo. José se sentó en su mesa y le llevo' un vaso de Coca Cola. Ana le agradeció. El, reparando en su rostro pensó que le parecía conocerla. La miró fijamente, ante lo cual Ana le clavó la mirada. Ambos quedaron mudos como en un silencio de hospital. De pronto ella dijo:
- ¿Nos conocemos?
- Yo creo que sí. La Coca Cola no falla. Me acuerdo de la botella de vidrio de un litro en la mesa de la cocina. Siempre querías más. Nunca lo voy a olvidar, ¡fue hace tantos años! En plena Dictadura, en esa casa sombría del Barrio de San Telmo.
- No entiendo lo que me estás diciendo - dijo ella - ¿Vos decís que compartimos un tiempo juntos en esa casa? Me siento confundida. Quizás nos vimos cuando éramos chicos, quizás nuestras familias se conocían, eran amigas. Puede ser. Ahora creo que sí. Nosotros jugábamos, pero ellos hablaban en voz baja. ¿Estaban en reuniones? No sé. No quiero seguir hablando de esto. Quiero salir a la calle. Caminemos, por favor. Acá me ahogo.
- ¿Te ahogas cómo en un vaso de agua? En todo caso será en un vaso de Coca - dijo él.
Emprendieron un sinuoso camino . Con cada paso, una verdad. A cada pausa, un pensar. Caía la tarde y con esta un calor helado invadía sus cuerpos . Se ocultaba el sol, asomaba la verdad en los rascacielos porteños.
Mientras los dos amigos caminaban por un parque tenuemente iluminado, la temperatura más fresca hizo temblar a Ana con la brisa. Su atracción era magnética. Más allá de los recuerdos, a José le gustaba esta chica, y como suele ocurrir, Ana lo correspondía. Él también tenía frío, pero su madre había criado a un caballero. Se quitó el abrigo y se lo echó a Ana por los hombros con la esperanza de que el tiempo no acortara el momento. Su amabilidad la impresionó y la tomó por sorpresa. Charlaron a propósito para hacerse sonreír. El comienzo del invierno no era lo único en el aire. ¿Quizás, accidentalmente, estos dos jóvenes corazones desprevenidos descubrieron lo que la mayoría de la gente busca toda la vida? Tal vez, sólo tal vez, habían encontrado algo realmente especial: una atracción y un pasado compartido.
Lejos de ser amor, José recordaba que Ana era hija de un amigo de su padre en los ´70. Cuando él tenía doce y ella apenas seis años. Su perfume amaderado le despertó la memoria más que emotiva. Memoria al fin, de aquel sótano.
En la calle, la lluvia continuaba su danza taciturna brincando sobre el pavimento. La prisa de la ciudad era ciega a todo detalle, o por lo menos así les parecía. Se encaminaron en silencio hacia el parque Lezama, al filo del atardecer. Caminando plácidamente llegaron a destino. Las copas de los árboles se mecían sin parar, acariciadas por el viento. A medida que avanzaban hacia la otra punta, Ana se movía exaltadamente; de repente se tapó la boca, giró y lo abrazó. Luego tomándolo de la mano miró la barranca con los ojos brillantes de emoción y recordó cuando a la salida de la escuela, como pájaros que volaban sin detenerse, corrían hacia el parque para rodar juntos, gritando alegremente, por la barranca.
Sentados bajo un gran árbol de magnolia, el diálogo acentuó sus dudas cuando en un momento, una sirena desde la calle hizo que José reaccionara y profiriera una pregunta:
- Ana, ¿recordás la sirena de la alarma de la casa cuando ellos entraron dando patadas a la puerta?¿Recordás que se llevaron a nuestros padres y que quisiste seguirlos, desesperada?
Ana se tapó los oídos para no oír más. Él le tomó las manos y la obligó a mirarlo.
- ¿Sos consciente de que si yo no te hubiera impedido salir del sótano en el que vos y yo nos escondimos, hoy serías una desaparecida más? Como tus padres, como los míos…
- Tal vez estaría abrazada a mamá donde quiera que ella esté, tal vez mi vida no hubiera sido tan incierta… - contestó Ana con tristeza.
- Tal vez, con suerte, te hubieran entregado a alguna familia. Pero, ¿quién puede saberlo? Ahora sólo sé que nos quedamos toda esa larga y negra noche, muy juntos y atemorizados, hasta que llegó el amanecer, hasta que llegó tu Tía Laura a buscarte. Ella repetía una y otra vez algo referido a un secuestro. Decía sin parar “los chuparon, los chuparon”. Vos y yo no entendíamos nada, ¿te acordás? Vos me preguntabas: ¿qué pasó? Y yo no sabía que decir…
- Yo lo supe mucho tiempo después cuando me uní a Hijos y hasta hoy los sigo buscando – agregó Ana – Ahora lo recuerdo y te recuerdo, no cambiaste mucho. Vos me salvaste… - lo miró con cariño - ¿Y tu vida cómo siguió?
- Me recogió una familia desconocida y me adoptaron. Conservé mi nombre pero mi identidad es confusa. Ellos me criaron con mucho secretismo y con poco amor. Apenas recuerdo a mis verdaderos padres.
Ana lo abrazó y José se sintió de nuevo en casa. La miró, le pasó la mano por la cara y sintió la necesidad de quedarse con ella.
- Deseo que continuemos esta amistad. No quisiera volver a perderte.
Si las cosas hubieran sucedido de otro modo, si Ana jugando, no lo hubiera seguido a José al sótano cuando el comando paramilitar se llevó a sus padres, tal vez, quien pudiera decirlo, su vida ahora sería muy distinta. Tal vez la habría adoptado una familia que como a él, le hubiera ocultado su historia, tal vez su Tía no llegara a tiempo para hacerse cargo de su crianza. Sobre todo, tal vez, recordaría la despedida de papá y mamá. Por el momento, ahora lo sabía, después del reencuentro con José, su inocente secuestrador de aquél día envuelto en bruma y congoja, podía armar finalmente, el rompecabezas extraviado de su historia en aquella atmósfera tan opresiva.
Y José también pudo armar ese puzle que había permanecido tantos años encapsulado en el olvido por quienes creía sus parientes, sus familiares y su propia sangre, pero que sólo eran otros captores. Lo supo porque aquel beso de Ana no fue una despedida, sino la puerta por donde llegaba a raudales la luminosidad del futuro.
Se miraron a los ojos y se unieron en un fuerte abrazo que dio inicio a una larga amistad sabiendo que compartían un pasado, un país y una memoria.
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Autores: Ana Jasibe, Luis del Campo, Cristina Fernández, María José Lezama, David Weires y Luis Gras.

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